miércoles, 17 de noviembre de 2010

Mi lector en Finlandia

Una no puede quejarse. Una le echa valor al asunto -escribir, decir lo que piensas, buscar tu estilo, no encontrarlo, querer escribir como la gente que admiras, saber que nunca lo harás así, asumirlo... el drama de la firma (firmar o no firmar, esa es la cuestión. Cuando trabajé en La Razón firmaba la mitad de mis informaciones con un lamentable I.I.), pensar en un seudónimo, reconocer que es una tontería, releer lo que has escrito y arrepentirte de haberlo escrito, reescribir, reeleer, reborrar, recabrearte, reexigirte, reapagar el ordenador, reencenderlo, reporquénoescribirécomoMigue- una por fin se decide a escribir un blog, una vence su miedo al abismo tecnológico, una diseña su blog, una le pone un nombre con mayor o menor fortuna y una empieza a publicar. Y una empieza a recibir visitas (muy contenta una, porque eso hace mucha ilusión siempre). Y un día, la gran sorpresa. Una mira las estadísticas de visitas... y resulta que a una la leen en ¡¡¡¡Finlandia!!!!


Entonces una abre los ojos tanto que las pestañas le hacen cosquillas en la frente y se queda con la boca abierta ante la pantalla del ordenador. Una se va al mapa y observa la silueta de Finlandia. Una piensa en el frío, en las prestaciones sociales, en los renos, en "laponiahacefríoperoyomerío", en la fábrica de regalos de Papá Noel, en los duendecillos verdes que a estas fechas deben estar haciendo un montón de horas extras... y en medio de todo eso, resulta que una tiene un lector.


Una se pregunta entonces quién es ese lector. Piensa primero en gente conocida, que puedan estar de viaje en el país nórdico, una no cae en nadie y una se emociona mucho más, ante la imagen de un finlandés desconocido delante del ordenador, interesado por lo que una pueda contarle. Una imagina a un hombre (no sé por qué no se le ocurrirá que pueda ser una mujer) rubio, de ojos azules y uno noventa. Una lo ve sentado delante de un ordenador en su casa de madera, rodeado de muebles de IKEA, mientras por la ventana suena la nieve caer... Una piensa en un nombre para el sujeto. Impronunciables la mayoría. Mucha diéresis y mucha K. Una piensa que tiene que saber español. Lo imagina de Erasmus cuando era más joven, en Barcelona, quizás en Sevilla. Y una se encariña. Una tiene un nuevo amigo. Una escribe cada palabra pensando en él. Una imagina sus intereses, sus aficiones, sus referencias y sus gustos. Para que el finlandés la visite más veces.


Una imagina el momento (dentro de un año) en que Marcus (que así debe llamarse, porque es el único nombre que puede pronunciar) venga a su casa a conocerla. Marcus y su mujer probablemente embarazada de su tercer hijo (a los otros dos los han dejado con los abuelos) vuelan hasta Sevilla y se quedan en casa de una. Una se desvive por agasajarlos. Los lleva de tapas por Triana, a beber mojitos a la calle Betis, les enseña la Alameda ("la próxima vez venís en Feria"), el fin de semana a Cádiz (Marcus y Anna se queman como dos langostas, tan rubios ellos), la escapadita a Granada (la Alhambra les encanta) y el drama de la despedida (una tiene que prometerle a Anna que viajará a verles cuando nazca el bebé para que deje de llorar en el aeropuerto).


Suena el teléfono y una es arrancada de su sueño con una violencia totalmente inesperada. Trabajo. Mierda. Marcus, Anna, el viaje a Finlandia y el bautizo de Sirkku tendrán que esperar. Una se rasca la cabeza mientras anota lo que le dicen al otro lado del teléfono y una piensa, por último: "hay que ver las cosas que tiene internet".

1 comentario:

  1. Mi niña... yo soy rubio, tengo los ojos azules y mido 1,87. No soy finlandés, pero también te leo. ¿No hablan las estadísticas de lectores en Estados Unidos? Pues deberían...

    Alberto, desde Santa Bárbara :)

    MUAK!

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