martes, 9 de noviembre de 2010

Mudanzas

Me agarrabas de la mano con fuerza y me susurrabas al oído que todo iba a salir bien. “No tengas miedo, no llores”. Me decías todo eso y me secabas las lágrimas con tus guantes (en cuanto llegaba el otoño y empezaba a hacer frío, tú siempre llevabas guantes). “No voy a dejarte nunca, me voy a quedar a tu lado”. Y yo me aferraba a tu mano y a tus palabras como si fueran lo único que existiera, porque tú siempre tenías razón y porque durante mucho tiempo tú y yo fuimos inseparables e invencibles.
Luego llegaron los días en que nos supimos diferentes. Tú mayor que yo, hacías más grande la diferencia de edad con tus amigas (esas amigas tuyas de las que yo siempre tuve celos y a las que odiaba en secreto) y yo, sabiéndome una niña, trataba de aparentar más edad para seguir a tu lado, para retrasar el mayor tiempo posible mi expulsión de tu universo. Que fue inevitable…
Y llegó la universidad. Tu mundo se llenó de plazos, de agobios, de amigos y proyectos. El mío también cambiaba a un ritmo vertiginoso. Éramos cordiales cuando coincidíamos pero ya no quedaba ni sombra de los abrazos que me dabas años antes, ni rastro de la fuerza con la que me cogías de la mano.
Yo seguía estudiando cuando tú acabaste la carrera y empezaste a trabajar. Y supe de tu entrada en la edad adulta por las fotos de tus primeros viajes: a Barcelona, a París, a Lisboa y no sé a qué otros sitios más. Recuerdo que por aquel entonces te compraste un coche de segunda mano que a mí más que olerme a gasolina me olía a la sal de la playa, que era donde ahora podías escapar cada vez que tenías dos días libres.
Y empecé a encabalgar unas prácticas con otras. Horarios interminables. Mi primer contrato. Semanas sin dormir, del periódico a los bares donde tú –que tenías un trabajo normal, sin los horarios de la redacción de un periódico- nunca estabas. Hasta que un día me dijiste que te ibas a Madrid y se me cayó el mundo al suelo. Recuerdo haber pensado entonces que en cuanto te montaras en el AVE cambiarías por completo y acabarías construyendo tu vida allí, lejos para siempre de lo que nos había unido, lejos de aquel tiempo en el que fuimos lo mismo.
Y te fuiste. Y el vacío que dejaste tras de ti lo fui llenando como pude a base de amigos nuevos y antiguos. Cambié de trabajo varias veces. Me hice mayor. Me eché novio. Supe que tú también tenías pareja. Te veía si bajabas los fines de semana –uno de cada tres-, en navidades, en feria y en verano. Te llamaba para contarte lo que ocurría en mi vida. Tú me informabas menos de los cambios de la tuya. El día antes de mi boda me abrazaste muy fuerte, como solías hacer antes, y te lamentaste de que todo cambiaría a partir de entonces. Yo me aferré a ti como si el mundo pudiera acabarse, te cogí de la mano (fría, como siempre, tu mano en mayo) y te prometí que seguiría estando a tu lado para siempre.
Hace poco me enteré de que volvías y entendí, por fin, que no éramos tan diferentes. Supe de tus éxitos, supe de algunos éxitos que estúpidamente creías fracasos y admiré lo valiente que eras por tomar decisiones con el alma y con el corazón. Entonces me acordé de aquello que mamá decía de que de las dos, el único cerebro que funcionaba era el tuyo (porque yo actuaba por impulsos) y sonreí.
Este domingo te he visto bajarte de un coche lleno de maletas e ilusiones y me he estremecido pensando que por fin has vuelto a casa. Mi habitación ya no está al otro lado del pasillo como antes y tú no creo que dures mucho tiempo viviendo en la tuya. Pero no me importa. Ahora sé que, cada vez que me haga falta, solo tengo que llamarte para que vengas conmigo y vuelvas a cogerme de la mano como antes. Como cuando éramos niñas y yo sabía que, si estaba al lado de mi hermana, no podía pasarme nada malo.

3 comentarios:

  1. Gracias, Raúl. Por leerme y por los ánimos y consejos que siempre me das. Son buenos consejos.

    ResponderEliminar
  2. Cuando leí esto por primera vez, aunque me cueste confesarlo, se me saltaron las lágrimas. Me daba hasta pudor publicar un comentario, pero creo que ya es hora de que te dé las gracias. Si alguna vez me veo capaz, intentaré dedicarte algo tan bonito como lo que tú has escrito. Has sido demasiado buena conmigo. Un beso, hermanita, sabes que estaré para todo lo que necesites.

    ResponderEliminar