lunes, 29 de noviembre de 2010

El novio del pueblo

Tiene nueve años y los ojos redondos como dos canicas. Es la hija de una amiga y me mira con toda su atención mientras me pinto los labios. "¿Por qué no te los pintas rosa?", pregunta. "Porque no me queda bien el rosa, María. Me gusta más este, ¿ves? Así, casi rojito...", le contesto mientras le pongo la barra de labios delante de sus narices. María la desenrosca del todo, se la lleva a la nariz y la huele durante un rato que a mí me parece demasiado... "Cuando yo sea mayor me voy a pintar los labios siempre de rojo fuerte. Todos los días" me dice mientras vuelve a mirarme, aunque me da la sensación de que en realidad no me está hablando a mí. Parece más bien que se lo está diciendo a ella misma, como haciéndose una promesa íntima y secreta...

A estas alturas yo ya he terminado de maquillarme. Me voy hacia mi habitación y, de rodillas, rebusco en mis zapatos. María me sigue, curiosa, y se queda mirando mi ropa... Es una niña callada, algo tímida, que necesita tener confianza para sentirse cómoda. A veces, como ahora, se queda en silencio o parada y te das cuenta de que está barruntando algo. Al fin lo suelta: "¿tú crees que cuando sea mayor voy a ser guapa?". Saco mi cabeza del fondo del armario y le digo tajante: "tú ya eres muy guapa, María". "Pues en el colegio se meten conmigo. Me dicen gorda", contesta mientras gira la cabeza evitando mirarme a los ojos (estoy segura de que no me mira porque está a punto de llorar).

Me quedo callada. ¿Qué le contesto a María? Se me ocurre tirar de tópicos (lo importante está el interior, el patito que se convierte en cisne y la oruga que acaba siendo mariposa) y lo descarto. María me ve vacilar y aprovecha esa grieta para colar por ahí otra de sus inquietudes: "Lo que pasa es que a mí nadie me quiere", dice, "lo que pasa es que nadie va a quererme nunca".

El temor de la niña me estremece. Me pregunto de dónde habrá sacado María esa falsa relación entre la apariencia física y el amor. A sus nueve años está convencida de que solo las guapas tendrán la fortuna de ser amadas y su concepto de belleza está asociado a los cuerpos delgados y los rostros perfectos, retocados con maquillaje,  filtros y Photoshop, que aparecen en la tele, el cine y las revistas de moda.
Miro una vez más a María y me sorprende que una criatura que parece un ángel pueda sentirse fea. Me da pena que las redondeces de su cuerpo todavía infantil le hagan rechazar placeres que ningún niño debería perderse, como los bocadillo de nocilla o las tartas de cumpleaños. Observo las pecas que cubren casi por completo su cara (que sin duda ella borraría, si pudiera) y me entristece que el rasgo de su rostro que precisamente la hace diferente y especial sea lo que más infelicidad le provoca.

Me enfado con los niños que se ríen de María pero, sobre todo, me enfado con la niña. Por ser tan insegura y tan tonta como para no saber que los niños se meten con ella porque es especial y porque los asusta cuando abre esos ojos de búho que tiene en la cara. Sin embargo enseguida me arrepiento de culparla. Mi cerebro se enreda en recuerdos y se me viene a la cabeza mi propia imagen a la edad de María. Y algo mayor también. Recuerdo los corrillos de niñas en el colegio hablando de sus novios. Siempre había alguna que preguntaba: "¿Y tú tienes novio, Inma?" Y, ahí la gran mentira. La primera superprodución de mi vida, la que hizo que le fuera cogiendo el gustillo a aquello de "falsear" mi propia imagen, lo que más mayor se convirtió en toda una teoría vital ("pase lo que pase, nunca seas tú misma")... "Claro que tengo novio...". "¿Ah sí?, ¿Quién es?" "Es uno del pueblo".

Cualquiera que se hubiera preocupado por indagar un poquito en mi vida habría descubierto que no solo no había novio, es que por no haber, no había ni pueblo. Pero las niñas a esa edad no se molestan en contrastar las informaciones y, gracias a eso pude disfrutar de la calma que me proporcionaba esa mentira durante dos o tres cursos. Lo justo para hacerme un poco mayor y aprender a defenderme.

Aún así, recuerdo los años de taparme la boca cada vez que me reía, para que no se viera la ortodoncia, la ropa ancha, las camisetas encima del bikini y los abrigos encima de los vestidos que mi madre se empeñaba en que llevara, a pesar de que ya era demasiado mayor para eso.

María continúa esperando un comentario inteligente por mi parte. Está equivocada si cree que tengo la respuesta a sus temores. Me odio a mí misma por no saber qué decirle. No pudiendo hacer otra cosa, me abalanzo sobre ella, le hago cosquillas hasta que no puede dejar de reírse (la risa de María es como si alguien abriera las ventanas en primavera) y le hago prometerme que no dejará de reírse ni un solo día de su vida, le digan en el colegio lo que le digan.

Y después de secarle las lágrimas y regalarle medio bote de una colonia que le ha gustado, me la llevo a la calle a obligarla a comer tortitas con chocolate y nata. Voy a tratar de convencerla de que es absolutamente perfecta y, de paso, aprovecharé para contarle la historia de mi novio del pueblo, aquel al que dejé después de dos años saliendo, porque no me valoraba lo suficiente...

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